Por: Reinaldo Spitaletta
A una de mis vecinas la llamábamos la muchacha del coro. Tenía una tesitura muy parecida a la de mamá, que era soprano, pero Olimpia, que así era su nombre, tenía una facilidad para las coloraturas y piaba como pájaro recién desempacado del nido. Desde el patio de atrás, cuando ella se estaba bañando, oíamos su voz penetrante, con timbre áureo (así me lo imaginaba, como un rayo dorado que salía de su garganta), y la imaginábamos mis hermanos y yo desnuda, límpida y toda llena de gracia, más de no grasa, porque, en el tiempo que la veíamos vestida con su uniforme de colegio de monjas y ya de civil en los fines de semana, era una chiquilla esbelta y llamadora de atenciones en el barrio.
Le escuchábamos sus canciones mañaneras y nos provocaba, como lo dijimos varias veces, treparnos al muro del patio, agazaparnos y observar hacia el lugar de donde salía la voz saltarina (a veces creía que era una voz que iba saltando el lazo juguetón de las muchachas de la calle). Cuando la mañana se llenaba de aquella voz, uno se despatarraba y pensaba en las maneras más seguras de ascender a lo que prefigurábamos como un cielo, en el que un ángel de la vecindad, desnudo y a lo mejor con brillos de espumas de jabón en su piel, iniciaba una manera burbujeante de elevarse al infinito.
Mamá, que no adivinaba nuestros ocultos deseos de ver una muchacha desnuda y que además era puro canto, nos decía de la bella voz de la vecina, si continúa así puede llegar lejos, lo que yo no pude, porque me dediqué a tener hijos, cuatro, vea pues, y así nos iba señalando de sus frustraciones y, a la vez, de las virtudes tímbricas e interpretativas de Olimpia. Mamá, ahora que lo recuerdo tantos años después, nos cantaba fragmentos de zarzuelas, como aquella que dice “dónde estarán nuestros mozos”, sí, la ronda de los enamorados de La del Soto del parral, y se lucía con un pedacito de Elíxir de Amor, que ella acomodaba con letras de escuelas y vergeles, y que, a propósito, nos cantaba con cierta sorna en la primera madrugada en la que terminaban las vacaciones y había que levantarse para ir al colegio.
Olimpia, según supimos, era parte del coro de su colegio. Nunca la vimos en ninguna presentación, pero por las mañanas nos enloquecía con su voz de claridades, sus modos sensuales de pronunciar las palabras, de silabear, de hacer, por ejemplo, que un canon elemental como el de fray Santiago, nos sonara mejor que la música de la nueva ola que escuchábamos en la radio. Cuando había manera, la veíamos irse hacia su colegio, con su uniforme azul oscuro, blusa blanca y zapatos negros, brillantes. Perdía, me parece ya a la distancia, un poco de su sensualidad, que se enaltecía cuando, ya lo dije, los fines de semana se ponía minifalda, blusas ceñidas y caminaba por el barrio rumbo a quién sabe dónde. Se sentía observada, y, es lo más probable, deseada. “Adiós, preciosa”, era lo único que se nos ocurría decirle al verla pasar. “Olimpia de los dioses”, también se escuchó decir.
Me parece ahora que ella, tan dulce en su voz y angelical en su cuerpo, nos alteró los sentidos, nos hizo vibrar en lo más íntimo y sentir otras cosas que eran parte de un descubrimiento. No sé si por ella haya sido que, después, nos gustó saber de Palestrina y perdernos en las polifonías de cielo y tierra de Bach. También pudo ser, de otro modo, el influjo de mamá con sus canciones a veces tristes, el que nos dispuso, sobre todo en mi caso, a lagrimear con un conjunto de voces que interpretaban, no sé con arreglos de quién, una pieza sobre lejanas golondrinas y otra acerca de un corazón ingrato.
Olimpia fue, en aquella casa, en aquel barrio, una especie de revelación, un mundo por explorar. Una mañana, en la que los cuatro nos habíamos puesto de acuerdo para una atrevida escalada, elegimos al menor, Richard, para que subiera al muro y con una vara y un anzuelo nos pescara los calzoncitos de la inquietante vecina. Ya que no era posible el apasionante “gateo”, entonces nos contentaríamos con tener una prenda íntima de la muchacha que, cuando la escuchábamos, nos hacía soñar en cielos inexistentes y paraísos perdidos. Armamos el tinglado, con teatralidad clandestina.
Y mientras ella, regada por el agua fresca, cantaba ya no recuerdo qué pieza de repertorio, Richard, con su vara de pesca milagrosa atrapó en efecto una prenda, y cuando ya estaba a punto de declarar la victoria y quedar como un héroe de familia, trastabilló, la cuerda y la caña con un cielo a contraluz se elevaron con el tesoro encontrado y el muchacho perdió el equilibrio, y mientras él caía, se perfiló sobre el patio, en volandas, el calzoncito brillante, áureo, que iba surcando el pedacito de cielo y se perdía en el solar de la otra casa ante el estupor de todos. Al otro lado, la voz de Olimpia siguió cantando.