Por: Maricarmen Cervelli Navarro
En 1920, cuando las vidas de muchas mujeres colombianas eran administradas por sus padres y maridos, una joven llamada Manuela, era conocida en su barrio como “La loca de Belén”.
Manuela amaba cantar y su voz era el caudal de un río largo e incesante que no dejaba de sonar y llamaba la atención de todos los que la oían. A su papá, don Marino, le enfurecía que Manuela cantara, asegurando que eso no era de mujeres decentes; entonces, la encerraba en su cuarto para callarla y le advertía que, si no paraba, no recibiría comida ni saldría de allí en mucho tiempo.
La chica se mostró desafiante ante tal medida y cantaba más fuerte para que todos la oyeran. Su mamá, consternada por lo que estaba pasando y por el tiempo que llevaba encerrada, le hablaba a Manuela a través de la puerta durante las ausencias de su esposo y le rogaba que dejara de cantar para que su papá se apiadara de ella y le permitiera salir.
Con aquel encierro, Manuela comenzó a desconectarse del mundo exterior y se refugió en unas voces que escuchaba y que la invitaban a un lugar donde nadie podía hacerle daño, donde todo era música, gala y alegría. Los días pasaron, finalmente llegó el silencio y con este, una especie de libertad que le duró muy poco.
Algo había cambiado en ella, su cara ahora era demacrada y triste; su piel era un desierto árido y seco, y sus ojeras eran pozos de agua de mentira. Desde que salió de su cuarto, Manuela hablaba sola, con ella misma, con nadie más. A veces se le veía riendo en secreto o llorando en público. Se respondía a sí misma como dándose órdenes, y se volvió fría e inexpresiva, parecía que se le había secado el corazón.
—¡Necesita un marido para que recobre la alegría! —gritó su papá de forma indolente, ante aquella Manuela lejana y aparentemente vacía. —Mi amigo Pepe puede servir —dijo uno de sus hermanos, tiempo después.
Así que arreglaron un matrimonio con el tal Pepe, quien aceptó una parte de la finca de don Marino a cambio de aquella unión en la que no hubo cortejo ni amor. A los días, sin tener noción, Manuela firmó un sí y se fue a vivir con su nuevo marido.
Hundida por el abandono de su familia y por haberse casado con un hombre que ni siquiera conocía, al consumar su matrimonio, se arrinconó durante días en la esquina de un cuarto contiguo al suyo, casi en posición fetal, negándose a salir por más ruegos que recibía. Pepe solo pensaba que lo habían casado con una loca, sin embargo, se apiadó de ella.
Con esfuerzo, logró convencerla de ir al doctor, quien logró sacarle algunas palabras que fueron importantes: las voces me invitan a cantar y a dar un gran concierto, pero no puedo hacerlo porque mi papá me castiga.
Ambos hombres estaban atónitos: Manuela Navarro podía estar padeciendo una terrible enfermedad mental y para ajustar, esperaba un hijo del “desconocido”, como ella lo llamaba.
No podía quedarse sola. Permanecía en su cama inerte, recostada en la almohada mirando hacia el techo. Las voces, que eran como un coro y una orquesta, la invitaban a cantar. Entonces, se tocaba la barriga y susurraba algunos sonidos acompañada de un gran coro. ¡Le vamos a hacer un concierto a mi hijo!, decía. Y sus músicos y cantantes se ponían en marcha junto a ella, que se engalanaba y mostraba sus mejores dotes de artista. ¡Era libre!
Pepe no podía evitar sumergirse en el encanto en su voz; pensaba con resignación que sus canciones eran la única forma que Manuela tenía de comunicarse con el mundo y sentía compasión por ella; pero una vez que el bebé nació, la orden fue apartarlo de su lado y entonces, la joven perdió el control.
Rompió las sábanas y las sillas; tumbó cortinas, partió porcelanas y rayó las paredes, también se arrancó el vestido mientras gritaba que le devolvieran a su hijo.
Recién parida fue a dar a un hospital de reposo. Ante la imposibilidad de ver a su bebé y como si desde sus entrañas surgiera un halo de supervivencia para poder recuperarlo, se concentró en sus voces y decidió quedarse a vivir ahí. Imaginaba que se ponía un collar brillante que le daba poderes y la hacía volar hacia el futuro, allí se encontraba con su hijo quien la escuchaba cantar y le aplaudía; tenía el don de aparecer y desaparecer, de entonar las notas más agudas y difíciles; se codeaba con aclamados directores de orquesta y los músicos más reconocidos se peleaban por cantar con ella. Así eligió vivir, así pudo sobrevivir a tanto dolor.
Sus compañeros en el hospital la miraban con admiración y la oían cantar todos los días. Doña Cayetana Patiño de Gómez le prestó algunos de sus vestidos; Magdalena, la chica de las minifaldas, le regaló dos collares y, entre varias amigas, le hacían peinados. Era la estrella del lugar.
Pero Manuela no olvidaba que afuera estaba su hijo.
Y un día, como por cosas del destino, en un descuido del portero, se escapó del hospital rumbo a su casa. Recordaba la dirección y, al llegar, tocó la puerta con fuerza. Esperanza, la nana de su hijo, al verla se asustó tanto que salió corriendo y dejó la casa sola con el niño adentro. Era como si hubiera visto un espanto. Manuela entró sin muchos rodeos y ahí estaba él, mirándola fijamente con sus ojos redondos y profundos, como reconociendo a aquella mujer elegante, valiente y tan parecida a él.
—No tengas miedo, vine a cantarte las canciones que más te gustan —le dijo ella, mientras se acercaba lentamente al niño. —¿Quién eres tú? —preguntó él con curiosidad. —Manuela, hijo, Manuela; tu madre. —Mi madre se fue y no va a volver. —No, aquí estoy, hijo —le dijo en tono de súplica, como pidiéndole una oportunidad—. Permíteme cantarte una canción que preparé para ti.
El niño inmóvil la miraba, contemplaba cómo su madre desgarraba cada palabra y cada nota con el dolor que viene de la injusticia, el abandono y la barbarie.
En medio del recital, irrumpieron la nana Esperanza, unos vecinos, policías y Pepe.
—¡Le va a hacer algo al niño! —gritaban los vecinos. —No se le acerquen, tengan cuidado, ¡es la loca de Belén! —advertía uno de los policías.
Manuela no paró de cantar, a ella nadie le interrumpía sus conciertos y menos delante de su hijo. Alzó la voz y la mandíbula para imponerse y con los ojos cerrados ante la inminente detención, dejó a todos paralizados y atónitos con su fuerza; movía las manos como olas de un mar calmado y se contoneaba al ritmo del coro majestuoso que la acompañaba. La música fue su condena y también su salvación.
Desde entonces, Pepe y el pequeño visitaban a “la Loca de Belén” en el hospital una vez al mes para escucharla cantar, y ella se engalanaba junto al coro y la orquesta para dedicarle los mejores conciertos a su hijo. Las voces nunca dejaron de acompañarla.