Por: Jorge Hernán Arango García
El director acostumbraba llegar temprano a los ensayos del coro. Toda la música, especialmente la polifonía, requiere mucha preparación y una observación cuidadosa de las notas para que el conjunto sea correcto. La cripta de la Iglesia de Santa Gema fue el lugar de ensayo durante 20 años; es un lugar silencioso, un cementerio con paredes repletas de placas que están marcadas con nombres de personas o familias y algunas con fechas de las cenizas que se guardan allí. En cada nicho también se quedan muchas historias por contar y que tal vez, nunca se sabrán.
La música coral tenía en ese lugar un imaginario público permanente. Un día de ensayo fue especialmente extraño. Había llovido intensamente por la tarde y el inicio de la noche estaba fresco. El olor a humedad era fuerte y la atmósfera no era apropiada para los cantantes. Dentro de la cripta, bajo la iglesia, el maestro de coro tenía todo organizado para la llegada de sus cantores al ensayo. Tal y como era habitual se sentó frente al piano para revisar las líneas melódicas de cada voz y comenzó a tocar acordes y a repetir, una por una, cada parte de las obras, o a ensamblar. De repente, se sintió un movimiento extraño detrás. El maestro se turbó porque nunca entra a ese recinto nadie sin que él se dé cuenta. “Debe ser alguien del coro que quiere hacer una broma” —pensó—. Nuevamente, volvió al teclado, pero cuando estaba tocando la primera frase musical, sintió de nuevo el movimiento, esta vez más fuerte y acompañado de una ráfaga de viento. A pesar de no creer en los fantasmas, se detuvo en su trabajo y rápidamente, miró todos los espacios de la habitación y gritó: “¿Hay alguien aquí?” Nadie respondió. Nuevamente habló, esta vez más alto: “¿Hay alguien aquí?” Al no obtener ninguna respuesta, buscó rápidamente la salida de la cripta que tenía una pequeña reja de metal, oxidada, de un metro con sesenta centímetros de alta y muy agosta, por donde, además, para entrar o salir había que subir una escalas del mismo ancho de la puerta. Cuando llegó a la salida que conducía al estacionamiento de vehículos exclusivo para el servicio de la capilla, de repente se apagó la luz y escuchó a alguien corriendo dentro de la cripta. Pensó: “debe ser producto de mi imaginación”. Esperó varios minutos a que volviera la electricidad antes de volver a entrar en la cripta.
Entre tantos nombres en la cripta había algunos que tuvo la oportunidad de conocer en vida: el padre y un hermano, dos que habían cantado en sus coros, los padres de otros dos coristas y Jesús María Valle, un abogado penalista que fue asesinado en los años 90, cuando denunció las violaciones de los derechos humanos por parte de los paramilitares. Nunca se supo quién ordenó su asesinato, pero ese día coincidía con la conmemoración de otro aniversario de su muerte violenta.
Después de transcurrido un lapso de tiempo de una media hora, todo volvió a la normalidad, los cantantes del coro comenzaron a llegar para ensayar cada pieza que presentarían en el próximo concierto. No se enteraron en ese momento de lo que había sucedido, pero en el maestro había un sentimiento de que algo más, en un segundo plano, alguien más estaba presente en el ensayo de coro.
Una semana después, para el siguiente ensayo, el director regresó más temprano de la hora habitual. Encontró la puerta de la cripta abierta y a algunos hombres que pintaban y limpiaban el recinto, contó lo que le había sucedido, y uno de los trabajadores le señaló que había una caja de madera debajo de las escaleras, lo invitó a destaparla y con mucho estupor vio dentro de esa caja que había pequeños huesos humanos. Hubo un silencio que invitaba a que en la imaginación sonara una melodía para la composición de una obra fúnebre para coro, luego reaccionó preguntando porque estaban esos huesecillos ahí y no convertidos a ceniza; explicaron que habían estado allí durante mucho tiempo, que los habían encontrado detrás de la Iglesia de Santa Gema el día en que llegaron las cenizas del doctor Valle. Hasta ahora, nadie había reclamado esos restos humanos que, según le dijeron, pertenecían a una joven a quien los trabajadores bautizaron Julia.
Ha pasado el tiempo desde la ocurrencia de estos extraños sucesos, y ya en el coro se acostumbraron a los ruidos y movimientos dentro de la cripta, son como fantasmas celebrando cada obra que suena con las sopranos, tenores, altos y bajos del coro, son nuevos integrantes que no se ven, pero se hacen sentir, quieren cantar también en cada ensayo y que se les escuche la historia que tienen para cantar, esos fantasmas recorren el lugar cuando llega la penumbra cada vez que llueve, abren las lápidas y aparecen para siempre muchas historias hermosas y otras difíciles que no pueden compartir. Seguramente, lo mismo nos sucederá a todos cuando llegue la muerte.